Las tormentas, con su estruendo y caos, crean un gran temor en muchas personas. Si una tormenta en tierra firme es aterradora, es infinitamente peor en el agua, ya sea en un río, un lago o incluso el mar. Las olas levantan la embarcación, crean inestabilidad y el riesgo de un desenlace trágico es muy alto.
Este tipo de eventos suelen ser comparados con las circunstancias difíciles de la vida, y tienen mucho sentido. Generalmente queremos que todo sea estable y seguro, nadie quiere inseguridad, nadie quiere que las situaciones difíciles sean como fuertes vientos que nos tiran al suelo. Pero si bien es cierto que todo marinero se enfrentará a tormentas en su viaje, también es cierto que todo creyente tendrá que enfrentarse a varias luchas. Sin embargo, debemos recordar algo: ¡Cristo está de nuestro lado!
En el devocional de hoy hablamos de un evento en el que Jesús envía a sus discípulos a cruzar el mar de Galilea en dirección a Capernaúm. El Mar de Galilea debe su nombre no a que sea realmente un mar, sino a que se trata de un inmenso lago situado en el centro de Israel. Esta era una región propensa a vientos muy fuertes en determinadas épocas del año, debido a las cadenas montañosas que actuaban como una especie de embudo del viento.
Aquella noche, el viento soplaba con fuerza y las aguas estaban muy agitadas; era un escenario peligroso. Algunos de los discípulos eran pescadores experimentados, y el hecho de que estuvieran asustados demuestra que la situación era muy grave, y Jesús no estaba allí; él se había quedado en la orilla.
Después de remar durante unos seis kilómetros, afrontando todas aquellas dificultades, vieron a Jesús que venía hacia ellos, caminando sobre las aguas. No era un sueño, no era un espejismo, ni mucho menos una ilusión óptica; de forma milagrosa, Jesús caminaba sobre las aguas del mar. Al principio tuvieron miedo, pero oyeron la voz del Señor, que traía calma y tranquilidad, y entonces acogieron a Jesús en la barca y llegaron sanos y salvos a la otra orilla.
Como aquellos discípulos, también nosotros hemos recibido del Señor el mandato de seguir adelante, cumplir sus mandamientos, amar a Dios y al prójimo, ser «sal y luz en el mundo», educar a los hijos y honrar a los padres según la voluntad de Dios; ésta es nuestra misión y nuestro camino. Sin embargo, los vientos de los problemas y la persecución insisten en soplar con fuerza en nuestra dirección, arrebatándonos la paz y la estabilidad.
Es en esos momentos cuando vienen a nuestra mente innumerables pensamientos y sentimos que el Señor nos ha abandonado, tenemos el deseo de renunciar a todo, nos inunda el miedo y la rabia porque las cosas no salieron como lo habíamos planeado o imaginado. Ante tantos pensamientos, nos preguntamos: ¿Y ahora, qué debo hacer? ¿Rendirme? ¿Quejarme?
Lo que debemos hacer es confiar plenamente en nuestro Señor. Al igual que los discípulos aprendieron esa noche en el mar de Galilea, que ser seguidor de Cristo no nos exime de enfrentar tormentas; más bien, es una garantía de que enfrentaremos desafíos. Pero, en medio de cualquier tormenta, especialmente en la más feroz, podremos ver al Señor Jesús caminando sobre las aguas hacia nosotros, demostrando que todo está bajo su control y autoridad, y que él tiene poder y dominio sobre todo.
Ser discípulo del Señor significa escucharlo decir: «No tengas miedo» y sentir su tierna presencia junto a nosotros, asegurándonos paz en medio de la tempestad.
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